23/2/12

Me han dicho que has olvidado cómo llorar.

He oído decir que cuando se es pequeño siempre se llora por todo. Y es inútil negarlo. El separarnos de mamá cuando tocaba ir al colegio, ser elegido el último a la hora de jugar en el patio o aquellas caras crueles que se reían de tus gafas. Todo nos hacía llorar pero, ¿qué importaba? Y es que el llorar también tenía sus cosas buenas: los abrazos y besos de la abuela, un bolsa de chucherías al salir de clase o una película de Disney la tarde de un día entre semana. 
Pero entonces crecemos. Y aprendemos a no llorar tanto. Un poco sí, claro. Quizás por aquel chico con el que siempre coincidías en el autobús y que, para ser sinceras, no sabía de tu existencia o aquella mejor amiga que se olvidó de vuestros años juntas de un día para otro. Como si no importases. 
En fin. Es eso. Crecemos. Y dejamos de llorar. Nos da vergüenza y por si fuera poco, también nos hace sentir débiles e inseguros. Ante todo esto, el único remedio es dejarlo ¿no? Abandonar ese estúpido vicio. Decidido. No lo volvemos a hacer. Al menos, no en serio... porque la verdad es que de vez en cuando nos ponemos alguna película: una de esas tristes o quizás una comedia romántica. Sea lo que sea, nos tumbamos en el sofá (si hay suerte con un bol de palomitas delante nuestro) y presionamos 'play' en el mando a distancia. Y digo yo... que entonces sí que lloramos. Mucho, a veces. Porque lo cierto es que esas películas nos ayudan a sacar las lágrimas. No tenemos vergüenza. ¿Por qué lloras? No, es que acabo de ver una película y... Entonces ya está. Ahí se acaba todo. Es cierto. Y casi parece automático. Sabemos que necesitamos llorar. Porque siempre viene bien desahogarse. Pero... (voy a decirlo de esta manera) no sabemos cómo. A veces no nos sale. Pero las películas ayudan. Nos sentimos identificados con los personajes y encontramos una excusa para llorar. Pero... lo cierto es que esas lágrimas no duelen. Para nada. 

Pero luego están esos momentos. Esos momentos en los que el pecho se te desgarra de dolor. Y digo dolor porque se convierte en algo físico. Entonces sí lloramos. Nos sentimos impotentes. Queremos gritar. Y el caso es que lo hacemos. Es entonces cuando no quieres estar con nadie. Sueles querer esconderte del mundo y no volver a mirarlo a los ojos. Son pocas ocasiones, claro. Pero lo sientes. Dolor. Y supongo que no habrá muchas razones para sentirse de esa manera. Lo cierto es que la pérdida de un ser querido es una de ellas. Y supongo que también podríamos incluir el amor. Las Julietas sin Romeo. O viceversa. Bueno, la causa está perdida. Porque no puedes moverte. Y apenas puedes respirar. Así que te aferras a cualquier cosa y esperas, tumbado en la cama a que el dolor pase de largo. Si pasa.

Duermes. Esperas. Y al día siguiente no puedes levantarte. Supongo que también tienes demasiado miedo a que el dolor reaparezca. Casi no respiras. Miras a ambos lados. Nada. Aunque lo cierto es que tampoco puedes escapar a tus pensamientos. Entonces paras. Durante un día o dos. Se ha ido el apetito. Así que te quedas en tu cama. Esperando a que las horas pasen de largo. Sin él. O ella. Lo dicho. Julietas sin Romeo, la causa está perdida.

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